No, el séptimo día, Dios no descansó, porque acostumbrado al arduo trabajo de la Creación, y aburrido como una ostra, después de darle al hombre algo de inteligencia (no mucha como se puede comprobar) inventó para distraerse, las “albóndigas con papas fritas” y se las entregó al hombre y a la mujer, como testimonio de su amor al ser humano, para que manducaran a lo bestia. Esa es la explicación, creo yo, de mi amor cristiano a las albóndigas.

Eso de la manzana prohibida, la serpiente y demás, es un cuento chino, porque Dios, aquel Jardín del Edén, lo llenó de cazuelas de albóndigas con recetas de lo más variopintas, prohibiendo expresamente que una cazuela que Él señaló, la comieran.

Pero Eva cogió esa cazuela, la primerita de todas, tomó una bolita, le pegó un bocado y se la dio a comer a Adán… y entre los dos, jodieron el invento para toda la vida.

De ahí viene el pecado original… por desobediencia al Creador.

Pues bien, un buen día, en la comida de mediodía, me encontraba hincándome las dos últimas albóndigas con la salsa de almendras que tan exquisitamente hace mi seño, cuando inesperadamente, mi perro, pegó un zarpazo sobre el plato, saliendo una de ellas disparada contra la puerta de la cocina, que rebotó y cayó entre los balaustres de la escalera, a la entrada de la casa.

El perro, como un loco, se lanzó escaleras abajo tras la esfera albondiguil y yo detrás de él, porque era la última, la que mejor sabe, igual que ocurre con el pico del bocadillo que algunas veces nos metemos entre pecho y espalda.
Cuando llegué abajo, misterios insondables de los designios divinos, la albóndiga no estaba.

El animal, parecía poseído por algún espíritu endiablado, ladrando al espejo que hay debajo de las escaleras. Yo, buscando la cabrona de la albóndiga, que no encontraba y no conseguí encontrar, a pesar de remover todo.

Me deprimí de ver a un perro tan “zumbao”, ladrando al espejo y me hundí todavía más, de verme ya tan idiota, incapaz de encontrar la puñetera bola de carne.

Cogí al perro por la oreja y me cagué en toita su corte celestial, al tiempo que pensaba…¿dónde estará la jodida albóndiga?… no se puede haber convertido en espíritu, porque el perro no se la había comido.

Tomé una estampa de San Donato, a quien tengo mucha fe; con ella entre las manos y de rodillas, le recé una oración para que apareciera la albóndiga, pero nada, San Donato no me hacía ni puñetero caso.

Entonces me acordé de esa especie de sortilegio, en que se cogía un pañuelo, se le hacía un nudo, al tiempo que se decía: “San Donato, si no aparece, los cataplines te ato”.

Mi amenaza fue escuchada, porque de entre el espejo y la pared, de pronto cae al suelo la mamona de la bola, que el perro devoró en un pis-pas, sin darme tiempo a reaccionar. ¡Así que el perro le ladraba al espejo!…. y yo creía que el chucho estaba loco.

Me han aconsejado algunos amigos, que vaya al psicólogo, o mejor al psiquiatra, porque según ellos lo que me pasa a mí, no es normal.

¿Se me estará yendo la olla?. Estoy francamente preocupado.

Ahora mis amigos me llaman “Parri-Jones, en busca de la albóndiga perdida”.

Otro día hablaré sobre nuestra frustración con las croquetas. ¡Qué asco de vida!

Que sean moderadamente felices, a pesar de la locura ya pasada, de la Feria.