El término “encrucijada” despierta la apertura de varios caminos o posibilidades, y remite a la necesidad de tomar una decisión, que puede suponer acierto o error y viene acompañada de un cierto temor.

No es extraño: su propia etimología –de “cruz”- pone de manifiesto su componente doloroso, incluso traumático en ocasiones.

Encrucijada es sinónimo de crisis. Y puede presentarse en cualquier ámbito de la existencia humana.

Ahora bien, lo decisivo no es tanto la crisis –la encrucijada-, sino el modo de vivirla. Cuando éste es adecuado, aquella se convierte siempre en oportunidad de vida. Y se experimenta que es condición prácticamente indispensable para el crecimiento. Porque, como dijera Carl Jung, “No es posible despertar a la consciencia sin dolor”.

Podría decirse que genéricamente, la encrucijada solo puede vivirse desde dos posiciones: desde el yo (ego) o desde el conocimiento o sabiduría.

Vivirlas desde el “yo” significa afrontarlas desde el miedo, la necesidad, el gusto, el apego, la norma o la rutina. Es sabido que el ego funciona por el mecanismo del apego (a lo que agrada) o la aversión (hacia lo que  desagrada). Por ello, ante una encrucijada, se ponen en marcha aquellos modos de funcionar a los que se está acostumbrado, y con los que trata, antes que nada, de fortalecerse, protegerse o defenderse. Con tales actitudes, no parece que sea este el camino para que la crisis pueda mostrarse como oportunidad de crecimiento.

Sin embargo, las encrucijadas pueden afrontarse también desde la “sabiduría”. Ahora bien, la sabiduría no es algo “añadido”, a nuestro ser, sino nuestra verdadera identidad. Ella sabe cómo vivirlas; pero requiere que estemos conectados a ella, ser conscientes de ella.

Porque la sabiduría no es una cualidad que pudiéramos tener o no tener, sino nuestro centro más íntimo que es la consciencia, fuente de donde todo brota; inteligencia creativa, eso es lo que somos. Y solo desde ahí la encrucijada se resuelve adecuadamente.

Aunque, en rigor, no tenemos que resolverla; ella misma se desenvolverá del modo ajustado. Solo requiere que “bajemos” del estado mental (yo) al estado de presencia (consciencia), permitiendo que la Vida fluya a través nuestro.

¿Qué ocurre con las creencias cuando empiezan a tambalearse? ¿Cómo afrontar sabiamente esa encrucijada que constituye una característica de nuestro momento histórico? ¿Cómo afrontar la crisis de las creencias que tal vez en algún momento entendimos que nos otorgaban plena seguridad?

Las creencias se presentan como fuente de seguridad personal y de cohesión del grupo (no es casualidad que la crisis de las creencias haya venido de la mano del pluralismo) Habitualmente, la persona pone su seguridad en sus propias creencias que compartidas, explican y refuerzan la unidad del grupo. Se entiende por tanto, que el grupo “hostigue o castigue” a quienes las cuestionan.

En el caso de las creencias religiosas, estas son consideradas como apoyos “absolutos”, por cuanto dicen provenir nada menos que del propio Absoluto o Dios. Se presentan, por tanto, como fuentes absolutas de sentido para la vida y para la muerte.

Las creencias parecen aportar seguridad porque, nacidas en el nivel de consciencia mítico –y mantenidas en el mental–, se toman como “la verdad”, sin más. Es sabido que en el estadio mítico, la verdad se identifica con la propia creencia que, recibida de los antepasados, se cree provenir de la misma divinidad. De este modo, la creencia otorga al creyente la sensación confortable de estar en la verdad. Y cuando se habla de creencias se incluyen también otras diferentes a la religión.

Sin embargo, esa oferta de seguridad tiene un precio elevado. Entre los riesgos que encierran las creencias de las personas,habría que señalar los siguientes: dogmatismo, fundamentalismo, fanatismo, intolerancia, exclusión del diferente…

Quien se cree portador de la verdad absoluta resulta siempre peligroso. Su propia sensación de “superioridad” se reflejará inevitablemente en un comportamiento extraño que puede ir desde el paternalismo hasta el proselitismo o la imposición. Todo ello, como es obvio, se acentúa hasta el extremo, cuando se alcanza una situación de poder.

Pero esos no son los únicos riesgos. Parece también innegable que la identificación con las creencias inamovibles constituye el mayor obstáculo para abrirse a la verdad, por cuanto delimita un marco que impide ver más allá de lo que esté incluido en él. Por más que quiera mantener una actitud de apertura, la persona que cree exclusivamente en lo Absoluto, no podrá evitar que su mirada se encuentre condicionada por sus propias creencias, que actuarán inevitablemente de “marco” dentro del cual mirar, y de “filtro” a través del cual ver.

Fuentes: Ponencias sobre psicología y espiritualidad. Enrique Martínez Lozano.