La religión y la ciencia siguen en conflicto, a pesar del intento de acercamiento de ambas por parte de muchos científicos y religiosos con una mente abierta a los nuevos ritmos y tiempos del mundo.

El problema en muchos casos es que la intolerancia, de uno y otro lado, nos constata que lo que es sagrado para una persona puede ser insignificante o no entendible e incluso ridículo para otra.

 Por ello, esta es una de las razones por las que una sociedad laica moderna generalmente debe legislar contra acciones, y no contra ideas. Ninguna idea o creencia debe ser ilegal; inversamente, ninguna idea debe ser tan sagrada que justifique legalmente acciones que de otro modo serían ilegales, porque la ley en una sociedad de derecho, no limita las creencias, sino lo que torcida e hipócritamente se hace en nombre de ellas.

Pero aquellos defensores de la “libertad religiosa” más intolerantes, argumentan que los ideales religiosos deben ser puestos por encima de todos los demás ideales, porque si no, su arquitectura de pensamiento e incluso su forma de vida se viene abajo.

En una sociedad laica, esto no tiene sentido y es el humanismo que conlleva la laicidad, la rampa de despegue para el desarrollo humano.

Creo que no se deben promulgar leyes cuyo único objetivo sea denigrar los ideales religiosos pero por la misma razón, la ley tampoco los debe ensalzar.

La creencia o no creencia en Dios, es irrelevante para la comprensión del funcionamiento de la naturaleza, ya que la ciencia sostiene que ninguna idea es sagrada. Por otro lado, cuanto más aprendemos sobre el funcionamiento del universo, más parece que la religión no se justifica. Es una contradicción extraña, ya que, a menudo, los científicos discrepan con otros tipos de creencias. Los astrónomos no tienen ningún problema en desairar las pretensiones de los astrólogos, a pesar de que una fracción significativa del público cree en estas afirmaciones. Los médicos no tienen problemas para reprobar las acciones de los que creen que las vacunas  ponen en peligro a los niños. Y sin embargo, por razones de decoro, muchos científicos temen que ridiculizar ciertas afirmaciones religiosas aleje al público de la ciencia.  ¿Debe esto hacer que los científicos se callen por riesgo de ofender?  ¿O se debería hablar en voz alta independientemente de las creencias que cada uno tenga sobre lo que es sagrado?

Tanto problema moral existe ante un feto malformado, acaso inviable para la vida humana, que los religiosos condenan la puntual y acaso deseable eugenesia, a pesar de que su estudio y sus causas  podrían ayudar a mejorar y salvar vidas.

Cuando no nos atrevemos a cuestionar abiertamente determinadas creencias religiosas, porque no queremos correr el riesgo de ofender, es cuando el intolerante religioso gana la batalla. Aquí es donde me parece más urgente el imperativo para que los científicos hablen. Los científicos tienen que estar preparados para demostrar con el ejemplo, que cuestionar la verdad percibida, especialmente “la verdad sagrada”, es una parte esencial de la vida en un país libre.

Veo dos tipos de ética; la que guía la ciencia y la que guía en general la vida ciudadana. Aunque también, siempre que las afirmaciones científicas se presentan como incuestionables, sin ser contrastadas, escrutadas, analizadas, minan la misma ciencia. Del mismo modo, cuando en nuestra sociedad se pueden hacer acciones religiosas y afirmaciones dogmáticas con absoluta falta de sentido, estamos socavando la base misma de la democracia laica moderna, retrocediendo a siglos que hicieron mucho daño a la humanidad.

Nos debemos a nosotros mismos y a nuestros hijos, no darle vía libre a los gobiernos  totalitarios, teocráticos, o  aparentemente democráticos que avalan, animan, ejecutan, o legitiman la represión del cuestionamiento abierto con el fin de proteger ideas que se consideran “sagradas”.

Quinientos años de ciencia han liberado a la humanidad de las cadenas de la ignorancia forzada y de la condena al humanismo, primer valor de nuestra civilización. Deberíamos constatarlo abiertamente, sin importar a quién supuestamente pueda ofender, porque cuando se conversa con respeto, no existe la ofensa.

Y estas reflexiones las hago desde el descubrimiento personal e íntimo de una fe cristiana (tan válida como el ateísmo, que para mí es otra forma de creer)

Una fe en el testimonio de vida y ejemplo del Cristo que no vino a fundar una iglesia, sino a testimoniar su amor a la humanidad y ofrecernos pautas de interpretación y puesta en práctica de un proyecto de vida.