La pasada semana tuvo lugar la presentación del libro “Santana, la leyenda continua” de Pedro Belinchón en el Museo Andrés Segovia. Llevaba tiempo deseando ver esta publicación como también vi la anterior cuando empezaron los tiempos difíciles y que nos han llevado a la desaparición total de la fábrica. Las personas que hemos pertenecido a ella, que hemos vivido cerca de ella, no tenemos más que agradecer que este libro pertenezca ya a nuestra historia, una historia hecha de rostros familiares, de trabajadores de chaqueta azul, sesenta años de actividad vital para nuestra ciudad. Es un libro que debía ser escrito, que alguien tenía que hacerlo y no me queda más que felicitar al autor y agradecerle su trabajo para Linares.

Sin embargo, y al margen de ello, ahora parece que nos hemos olvidado de Santana y que mucha parte de la población parece como cansada de que se hable de ella, como si fuera el pasado, que lo es, pero no tenemos un presente ni un futuro mejor.  Sí, esa es mi impresión, los santaneros siempre fueron una parte quizá algo individualizada y apartada, quizá por su situación geográfica, quizá por su idiosincrasia de vivir al día y de no carecer de casi nada, quizá por el afán de superación y autosuficiencia, quizá por su foraneidad, aunque siempre seguros de que se quedaban y que sus hijos serían ya de aquí. En Santana se unificó una gran población venida de muchos puntos de España siendo ya sus hijos de Linares y para Linares, ¡ah! pero eso sí,  de la Barriada, de ese lugar y de ese recuerdo.  Santana y su barriada, podría catalogarse en su mejor acepción, como un guetto muy característico y personal. Tenían las mayores virtudes y los mayores defectos, una piña que se nutría a ella misma cuando bajaban o subían por oleadas hasta el paseo de Linarejos, y desde allí, ya podían confundirse y crecer con toda la población. Luego subir, protegiéndose, acompañándose hasta llegar y reunirse, contarse y sentarse en la plaza donde no importaba la hora que podía ser, habían llegado. Ser santanero ha imprimido carácter, era algo más, porque todos se reconocían y salían y entraban al mismo tiempo. Una gran familia con derecho a plaza común y propia.

Mientras se presentaba el libro, yo iba recordando las primeras excursiones en conjunto. Recordaba cuando en un tren solo de santaneros y familias salimos desde la estación de Madrid hacia Santa Elena. Allí, cada familia o grupos de familias montaba sus mesas bajo un árbol, sacaba sus comidas para compartirlas unos con otros, tal y como el Colegio siguió haciendo en lo sucesivo siendo yo ya su directora y sabiendo perfectamente que era lo que no podíamos perder o debíamos conservar. Yo puedo decir que en esas convivencias fue cuando probé el gazpacho y la pipirrana por primera vez en mi vida, muchas cosas que nunca he visto mejores. Recordaba también las entradas y salidas de hombres, que yo decía que parecía que estaban detrás de la puerta, con sus chaquetillas azules y de coches saliendo de los aparcamientos, de la sirena que marcaba la salida o la entrada. Recordaba el economato, las primeras televisiones, los primeros coches minis, que pagábamos a plazos y llenaban Linares. En fin, de tantas y tantas cosas, de la VIDA que se respiraba y que se vivía.

Ahora todo está en silencio, el camino hacia allí está solo, las instalaciones parecen un esqueleto de lo que fueron, como esos abandonados en los desiertos,  no tienen gente, no tienen vida y sus extrabajadores nostálgicos llenan el paseo y apuntalan la economía de esta ciudad en decadencia. Hay mucha gente que critica a los santaneros, que se molesta porque intentan resucitar un pasado que no volverá, que son envidiados por su jubilación pretendidamente privilegiada, que son mirados con recelo como si les hubieran regalado algo. Ahora poca gente podemos hablar de Santana sin afrontar o el silencio o la crítica. Pero Linares le debe mucho a esta fábrica que se instaló en un terreno donde mi familia había puesto el pie antes que se pusieran sus ladrillos y se escucharan sus sirenas.

Por eso yo, nunca, dejaré de agradecer haber podido contribuir a su evolución desde una unidad, y una igualdad, hacia un mismo fin protagonizando sesenta años de la vida de esta ciudad, cada vez menos ciudad y más pueblo, pero donde nos hemos quedado para formar parte de ella. De pleno derecho, en las duras y en las maduras.