Como este 2016 hemos montado una caseta de feria que tiene una pancarta que dice: “TODOS CON EL SÁHARA” con objeto de sacar fondos para allá, no me ha dado tiempo escribir un artículo específico para la Feria de San Agustín y por tanto pongo uno que escribí hará unos años, que me parece tiene toques de realidad y humor tan necesarios para esta Fiestas, que deseo que disfruten todos Vd. Eso sí, lo descrito es la pura verdad.

Todos los niños de mi calle esperábamos con auténtico desespero la Feria en la que nos subíamos a la explanada de la Virgen, para ver cómo montaban los caballitos. Intentábamos hacernos amigos de los feriantes haciéndoles todos los recados que nos pedían en Linares y a cambio nos regalaban unos cuantos vales para montarnos luego en sus atracciones.
Era difícil que tus padres te dieran más de dos pesetas por día (cuando te las daban), que era lo que valía un viaje. Eso, dos pesetas, no había para más, ni para comprarte un algodón de azúcar en un tenderete lleno de moscas, o un trozo de coco en un puestecillo, que refrescaba el sabroso manjar con un chorro de agua que ya estaba casi negra.
Con 9 años, nos tirábamos las horas muertas en las puertas del Teatro Chino Manolita Chen para ver a las titis que trabajaban, por la rendija de las cortinas; allí había un municipal que lo traíamos por la calle de la amargura y con la porra nos espantaba como a moscas, pero al cabo del rato, otra vez estábamos ante la puerta.
La causa era un precoz despertar a la sexualidad, acrecentada por el jefecillo del grupo que era todo un erudito sexual, pues con doce años, sabía de estos menesteres más que ninguno de nosotros; seguramente practicaba el onanismo. Y es que las titis estaban rabiosamente buenas.
El tren de miedo era más de risa que de miedo, pues allí había un zagal empleado (seguro que casi por la comida), que nos mataba a escobazos, pero el quedaba peor parado, porque de vez en cuando le echábamos pica-pica y salía del interior rascándose como un condenado mono.
Los que vivíamos en el número ocho de la calle, teníamos la suerte de un “jibao”, pues éramos vecinos de un hombre muy bueno, músico del Ayuntamiento, que nos regalaba bastantes vales para los carricoches, pero la auténtica gran suerte era ésta: como tocaba los timbales en las corridas de toros, todos los niños entrábamos gratis; cuatro llevando los timbales con los que apenas podíamos; otros cuatro llevando los apoyos de estos timbales, que eran de hierro, uno llevando las baquetas y otros dos con botijos con un chorreón de anisete, que le daba más frescor al agua. El portero se cabreaba por la cantidad de mocosos que pasábamos de gorra y éste músico, le decía que él era funcionario municipal y que el asunto era así, quisiera o no.
La banda de música partía del Rhin Bar y tocando ordenadamente llegaba a la plaza de toros. El encuentro de los buenos aficionados era en el bar Mira Chica, para echar su café su copa y su puro. Total, que nosotros entre unas cosas y otras, llegamos a convertirnos en auténticos funcionarios municipales, ayudantes de músico y lo mejor, sin oposiciones. Acabada la corrida, nos esperábamos a ser los últimos y recogíamos todos los trozos de puro que nos encontrábamos. El jefe de nuestra banda los trituraba y los liaba en papel de fumar, (dicho sea de paso, era un usurero, pues nos cobraba una perra gorda por liar los cigarros, nosotros no sabíamos). Luego nos íbamos por detrás de La Constancia y nos los hincábamos; cuando el cigarro llegaba al último chaval, aquello chorreaba baba de todos los colores; en, fin éramos un desastre. De nuevo, otra vez a la Feria para poder ver a las señoritas de la Chen, (estábamos “obsexionados”)
Volvíamos a casa, cenábamos y nos íbamos al cine de verano que ya por entonces era escandalosamente caro: tres películas una peseta. Como generalmente no teníamos money, o nos colábamos, o nos buscábamos alguien que nos pasase. A mí generalmente me pasaba un tío mío que era policía; claro, mis vecinos me decían que tenía una potra loca. Entonces no recuerdo yo la feria de día, creo que no existía.
Nos íbamos a merodear por la Taberna de Los Pinetes esperando que se fueran de las mesas los clientes para apurar los restos de vino blanco, sin que se dieran cuenta los camareros. Más de un pescozón nos llevábamos cuando nos trincaban con el vaso en la mano. Mis vecinos eran: el Vale de la Tata Isabel el Pepito, y el Manolín de Maruja (entre los mayores) y yo era el Juani, de la Mama Isabel, el que caneaba a todos. Luego en la Calle estaban Antoñito de la Blanca ( hijo del dueño de la Confitería “La Perla de Oro”), el Paquito de la Mari Chica, el Antoñito Serrano, el Santi y el Roge, dueño de la Calle… Total, que nos juntábamos una buena patulea de golfos.
Cada Feria, por las mañanas, nos daba por hacer de las nuestras; cogíamos una caja de dulces, hacíamos nuestras “marranerías” en ella, le echábamos azúcar fina por lo alto, la liábamos con papel de la pastelería con su lazo correspondiente y la dejábamos en uno de los bancos del Paseo. Nos escondíamos detrás de los bancos de enfrente a la espera y veíamos cómo un incauto tras mirar para todas la direcciones y ver que no se acercaba nadie, cogía rápidamente la caja y desaparecía con ella. Nosotros nos descojonábamos de risa de pensar qué cara pondría cuando la abriera.
Ibamos a la Feria del ganado a la que denominábamos “la Feria los burros”, con un arsenal de petardos en el bolsillo y los metíamos en las boñigas que echaban los animales, luego les prendíamos la mecha y todo aquello saltaba por los aires al paso de la gente. Algunas Ferias, esta compraventa de ganado se hacía en las “Sanjuanicas” y sus alrededores, y entonces, los petardos los enterrábamos bajo más de una cuarta de excrementos de vaca, porque allí estaba la vaquería de Papa- Pepe el “Blusa”. La carga de petardos era mayor lógicamente. No quiero ni decir las lindezas con las que nos obsequiaba el personal que iba allí. En el verano, y sobre todo en aquellos días de Agosto de tanto calor, celebrábamos campeonatos de natación en el patio de la casa. Allí todos los críos, en calzoncillos y en braguitas, aprendíamos a nadar en una improvisada piscina que mi madre nos hacía, tapando el sumidero y derramando como un centímetro de profundidad de agua en todo el patio. Habría que imaginarse el riesgo de quedarse ahogado en tamaña profundidad. Lo que sí era claro es que nos pelábamos la barriga y el pecho de restregarnos contra el embaldosado, pero nos íbamos a la Feria ya limpios, eso sí, después de jugar un rato a “médicos y enfermeras”.
Con suerte, algunas de nuestras hermanas mayores, nos llevaban a la piscina de “La Hormiguita” algún día de Feria. Esta piscina era sólo para mujeres y nosotros nos poníamos malos de darle al ojo. Luego, un servidor que era monaguillo con D. Secundino, tenía que confesarse de haber mirado a las muchachas y el pobre D. Secundino se reía, porque yo contaba entonces 10 años. Era arrodillarme en el confesionario y este cura no me dejaba hablar, dándome de inmediato la absolución, porque ya sabía cual era mi horrible y repetido pecado.
Pero el día más triste de una Feria, fue cuando el Santi, se fue a vivir a Mallorca. Su padre que era ingeniero de minas, fue trasladado allí, y como llevaba aquí en Linares una correduría de seguros, el transporte hasta la Estación de Linares-Baeza para tomar el tren, lo hizo en un coche de la funeraria de aquellos entonces. Aquel coche era negro como el tizón, con cuatro floripondios de plumas negras en las esquinas. Lo que no cupo dentro, lo colocaron por fuera, amarrado con cuerdas; de allí colgaban sartenes, ollas y escupideras u orinales (con perdón). La imagen era todo un poema. Eso fue el día uno de septiembre del 63 y todos los niños de la Calle, después de su partida, nos juntamos voluntariamente a llorar en mi patio por la partida del Santi, por espacio de tres días, a modo de triduo. ¡Joder que Ferias las de entonces!.